Un momento para llorar


   Las lágrimas siempre han sido asociadas a estados de dolor y/o tristeza a través de la cual las emociones se manifiestan en su equivalente físico dejando en evidencia a quien se ve afectado por ellas.  Cuando era más pequeña, me gustaba pensar que las lágrimas eran la forma que tenía el cuerpo de limpiar el alma, era por eso que periódicamente me daba un momento, a solas en mi habitación, para llorar.

   Luego, cuando ya me fui haciendo más grande, lo que no quiere decir que más madura, fui entendiendo al llanto como una forma de manipulación y/o de vulnerabilidad, el proceder de una persona que, débil de carácter dejaba en evidencia su fragilidad y descontrol emocional.
Ahora, pienso que las lágrimas responden a un estado emocional intenso, incontrolable e irracional donde la persona afectada por este deseo delega su autodominio a aquella parte primitiva del cerebro que actúa directamente sobre nuestras emociones.

   Técnicamente el acto de llorar ocurre en una amígdala sobre estimulada, este órgano que forma parte del sistema límbico procesa y almacena las reacciones emocionales y ejecuta una respuesta rápida en aquellas situaciones que, vista como una amenaza,  pueda afectar nuestra supervivencia. 

    El cerebro humano está formado por varias zonas diferentes que evolucionaron en distintas épocas. Cuando en el cerebro crece una nueva zona, la naturaleza no desecha las antiguas; las retiene y la nueva sección se forma encima de las anteriores, recubriéndola. El sistema límbico es la porción del cerebro situada inmediatamente debajo de la corteza cerebral, y que comprende centros importantes como la amígdala cerebral (no confundir con las de la garganta). Este sistema está en constante interacción con la corteza cerebral (nuestro cerebro pensante) y juntos son quienes determinan cómo debemos reaccionar frente a determinado estímulo que llega a través de nuestros sentidos. Sin embargo, existen ciertas situaciones, revestidas como amenazas, que originan una reacción de emergencia en nuestro organismo, y que llegan directamente a la amígdala cerebral la cual esta capacitada para para actuar sin que necesariamente deba pasar por la aprobación de la razón.

   En mi afán casi maniático por mantener el control tanto de mi cuerpo físico como el emocional es que he trabajado incansablemente en este punto específico intentando gobernar mis emociones y las respuestas que estas puedan producir. El llanto, en ocasiones incontrolables, hacían aflorar toda mi fragilidad dejándome vulnerable ante mi oponente e indefensa. Fue esa misma sensación de desnudez quien determinó que ya era suficiente y que de alguna u otra manera debía solo "parar de llorar". Penas, rabias, impotencia, medios y desilusiones encabezaban la lista de emociones que se traducían en incontrolables lágrimas. Mi alma ya estaba suficientemente limpia, mis emociones ya bastantemente expresadas y yo intentando encontrar el equilibrio.

   Me instruí al respecto, al origen de mis emociones, a cómo estas se iban desencadenando en mi mente y a los procesos cerebrales asociados a ellos. Muy pronto comprendí que todas esas dramáticas escenas en las que me había visto involucrada no sólo dejaban en evidencia mi debilidad, así también revelaba los miedos que frenaban cualquier tipo de avance en mi vida.

   Y como todo en mi vida, me fui de un extremo a otro. De recurrentes lagrimeos sin fundamento, pasé a una total parquedad en mis emociones, me atrevo confesar hasta ausencia de las mismas. Es como ese ajuste en la balanza necesario para que el contrapeso que se ajuste en equilibrio. 

   Ahora busco instancias en las cuales poder llorar y en cada una el pragmatismo exacerbado logra destruir toda esperanza de expresión que quería ser liberada. Un momento para llorar será uno de aquellos en que me sienta otra vez humana y que pueda entregarme a esos actos superficiales pero necesarios, síntomas de la sinrazón, quienes son finalmente quienes te entregan una razón de vivir.