Hoy participé de "La marcha de los enfermos" convocada por un periodista de la televisión chilena diagnosticado de cáncer hace unos años y que hoy en día se ha transformado en un símbolo para personas luchan en contra de una enfermedad que los aqueja y que, por circunstancias económicas no pueden costearse un buen tratamiento.
Entre los asistentes estaban personas de distintas edades, niveles socioeconómicos y razas que, o padecían alguna enfermedad en algún grado, o eran familiares o amigos de alguno de ellos abogando por una mejor calidad de vida.
He visto desde muy cerca la experiencia de personas enfermas de cáncer, familiares todos, y pude ver cómo la enfermedad e inclusive los tratamientos fueron haciendo que su vida lentamente se fuera desintegrando. En el caso del cáncer, yo no sabría decir con exactitud si es peor la enfermedad o el tratamiento. He visto como física y emocionalmente las fuerzas se van agotando; las esperanzas están puestas en un tratamiento que además de costoso es tan destructivo que es incapaz de discriminar a entre células cancerígenas y células del cuerpo y acaba con todo, inclusive el ánimo, sólo para descubrir después de un tiempo que todo eso no ha servido de nada.
Y las esperanzas de vida se van con aquellos inauspiciosos resultados, exámenes que indican que el cuerpo ya no quiere vivir.
Recuerdo la primera persona que vi enferma de cáncer, fue en aquellos años en que el cáncer no era una epidemia como ha llegado a convertirse ahora, era una señora, de no mas de 40 años que se le había diagnosticado una extraña enfermedad en su mama. Cuando entré a su habitación el olor a putrefacción era tan fuerte que tuve que cubrirme la nariz, tenia ya tan avanzada la enfermedad que podía verse a través de su piel, con sus pechos descubiertos su piel tenía el mismo aspecto de una quemadura en tercer grado, fue una imagen impactante que no he podido olvidar.
Cuando una persona esta enferma espera que un doctor le cure su enfermedad; le suscriba un tratamiento que puede consistir en determinados medicamentos, algún régimen alimenticio y un par de ejercicios que, si se cumplen al pie de la letra en un par de días, dependiendo el grado y la enfermedad por la cual acudimos, comenzaremos a mejorar. Si pasado este tiempo no encontramos buenos resultados volvemos para que nos aumente la dosis o para que nos indique otro tratamiento, de lo contrario cambiamos de médico y comenzamos otra vez.
Pero nos hemos puesto a pensar en lo invasivo que resulta ser este procedimiento, le delegamos el control de nuestro conocimiento a un tercero y que, en la mayoría de los casos apenas si habíamos visto antes, le entregamos nuestro cuerpo y peor aún, nuestra sanación.
Yo fui a la marcha para abogar por una mejor calidad de vida para los enfermos y sus familias, y esa mejor calidad de vida orientada a descubrir el ¿Por qué yo? pero visto no desde el punto de vista de victima, sino más bien de lección.
Soy de la idea que cada cosa que nos sucede en la vida es para enseñarnos algo. Mientras más dura sea esa lección, así también será la forma en que debemos llegar a ella. He sabido de muchas personas que una vez que han sido diagnosticadas de alguna enfermedad grave o mortal han cambiado su estilo de vida y han hecho cosas que los hacen más felices, muchos de esos casos se recuperan milagrosamente y los que no, mueren satisfechos de al menos haber hecho de esos últimos momentos, momentos placenteros, se han dedicado a vivir la vida que no vivieron en todos esos años hasta que la enfermedad les apareció repentinamente a recordarles lo frágiles que eran.
La enfermedad nos ayuda a conformarnos otra concepción de la vida, una en la que de repente nos volvemos protagonistas e imprescindibles y que nos vuelve los escritores de una vida de la que antes no quisimos hacernos cargo.
Lo rescatable de este tipo de experiencias y de cualquier otra donde el dolor y el sufrimiento estén presentes no es cuánto sufrimos, sino cuánto aprendimos de ello.
En esta misma marcha vi un cartel con un mensaje, y que en un principio cuando lo leí me pregunté ¿Por qué aquí?. Después de un rato esa frase me hizo mucho sentido, "hace más feliz dar que recibir", sólo cuando estamos con la vida pendiendo de un hilo, sólo en esos momentos de fragilidad y vulnerabilidad es que nos ocupamos de lo que verdaderamente tiene sentido.