¿Sabes que te quiero?

 
 Uno no tendría que hacer esta pregunta si eso estuviera realmente claro. 

   Durante estos últimos años, he podido llegar a la conclusión que el mensaje que enviamos a nuestro receptor no es siempre comprendido al ciento por ciento por este. Mas bien, me atrevería a declarar que nuestro interlocutor muchas veces ni siquiera sabe que es para él.


   Los malos entendidos suelen ser una de las causas más frecuentes de discusiones y en el peor de los casos de peleas entre las personas cualquiera sea la relación que tengan. Uno manifiesta un mensaje, ya sea por vía oral a través del lenguaje, o a través de los gestos y muecas, y no reparamos en que si este fue recibido como esperábamos que fuera, siquiera nos ocupamos de si entendió lo que quisimos decir.


   Esta fue una de las causas por las que presente la renuncia el día de hoy. Me sentí menospreciada cada vez que cometía un error, que en las últimas semanas se hicieron frecuentes, y él allí reprochándome con su mirada punzante, un suspiro jadeante y su característica mueca de superioridad como intentando comprender por qué estaba rodeado de inútiles incapaces de pensar por sí mismos y de solucionar los problemas que acontecían. O al menos eso fue lo que yo entendí. 

   Estoy muy clara que hay más de ego que de realidad en aquella interpretación, tal fue mi sorpresa cuando él intentaba explicarme que muy por el contrario él se sentía a gusto conmigo y que de ninguna manera aceptaba mi renuncia. Fue en ese mismo instante en que comencé a preguntarme que tanto de paranoia podría estar experimentando; y en qué otros momentos había errado en la comprensión del mensaje de mi interlocutor. Qué decisiones, como la de renunciar a algo que me gusta, había equivocado y junto con ello a preguntarme si alguno de los mensajes que había emitido habían sido también malinterpretados.

   Me quedé sin pensamientos y por consecuencia, sin nada que decir. El lenguaje, en el ser humano surge a partir de la necesidad de compartir ideas, pensamientos y emociones a un otro, y si ya no podía pensar, entonces no había necesidad de hablar. 

   Una vez, ese mismo jefe me preguntó si yo lo quería. Fue en una oportunidad en que le di un obsequio que había comprado hace algún tiempo y que no se lo había entregado por que no se había presentado el momento oportuno. A lo que le respondí que, a pesar de todo, sí lo quería. El momento pasó y no se bien si él habrá creído mi respuesta; si me lo preguntó en primera instancia es por que ya estaba dudando de ello y que mi inesperada reacción de darle un regalo bastó para llegar a cuestionarse de mis sentimientos hacia él.

   Por lo general, ante una renuncia, los jefes suelen adquirir una actitud ofensiva sintiéndose traicionados de cierta manera. Si bien mi política en el trabajo es no involucrarme afectivamente con las personas que me rodean, se me hace casi imposible no estremecerme ante este tipo de situaciones. En una empresa los trabajadores representan un cargo, una labor, un título; sin embargo, detrás de eso hay personas que lo ejercen, personas con sentimientos, pensamientos y emociones y lidiar con ello es casi tan, o tal vez mucho más importante que sólo tener adiestramiento en la técnica u oficio, es la llamada inteligencia emocional, aptitud de la que claramente carezco, e intentar adquirirla se ha transformado en mi dirección de un tiempo a esta parte. Necesito poder ser capaz de dar menos explicaciones y empezar a actuar más, hablar menos y abrazar más, llorar frente a alguien sin pedir disculpas por ello, y sin tener que aclarar cuanto quiero a alguien con un obsequio.