El veterinario me explicaba que el perrito estaba sintiendo mucho dolor, que de hecho se le notaba, todo su cuerpecito tiritaba, su patita le colgaba y sus quejidos iban en aumento. Tuve muy poco tiempo para tomar la decisión; su vida estaba en mis manos ahora. Si bien no me considero una persona creyente, tampoco puedo afirmar que soy atea. Estoy convencida que hay una energía superior que se encarga de echar a andar la vida, y así también de terminar con ella. Y de que uno poco puede intervenir en eso, y el pensar lo contrario, sólo devela nuestro propio egocentrismo.
Cuando estaba ahí, tomando su cabeza mientras el veterinario lo preparaba para morir, no pude dejar de pensar que si esa decisión era por mi, o por él. Si el sufrimiento que quería evitar era el mío o el de mi perrito que yacía ahora durmiendo entre mis brazos. Quizá si lo hubiese sometido al tratamiento, su sufrimiento se hubiera extendido por unos días, pero con la esperanza que en algún momento pudiera recuperarse. Tal vez habría muerto durante la cirugía. Eso ya no podré saberlo, como tampoco sabré si él quería vivir.
Tomé una decisión por ambos, más por él que por mí. O al menos eso quiero pensar, pues yo espero que, sea cual sea el destino del alma después de la muerte, al menos ya no este sufriendo. Y en lo que a mi respecta, sé que el dolor irá disminuyendo en cuanto su recuerdo permanezca conmigo.